POPULISMO Y DEMOCRACIA: EL CASO COLOMBIANO
El resultado negativo del
plebiscito celebrado el domingo pasado en Colombia tomó por sorpresa a todos
los observadores, tanto colombianos como extranjeros. Aquí en Francia, de donde
escribo, todos mis amigos que conocen mis relaciones con Colombia me venían
felicitando desde días atrás, como si la aprobación por referéndum de los
acuerdos de paz fuera un simple formalismo, y a decir verdad, la incomprensión
frente a este resultado inesperada es mayúscula.
Sin embargo, las personas que siguen
un poco de cerca la actualidad política internacional, deberían saber que
existe desde hace varios años una verdadera "maldición del
referéndum", en la cual los resultados obtenidos vienen contradecir los
pronósticos más sólidos: piensen por ejemplo en el referéndum del 2005 en
Francia sobre la aprobación del nuevo tratado de la Unión Europea, que decidió
su rechazo; piensen también en el referéndum de este año en Gran Bretaña, por
el cual se llegó sorpresivamente al "BREXIT", etc. Estos resultados
inesperados son unas manifestaciones de un fenómeno más general, que se puede
observar en casi todos los países democráticos del mundo: el auge del
populismo, por el cual una parte creciente de los ciudadanos manifiesta su
rechazo de las élites, de los "formadores de opinión" (prensa,
intelectuales), y de la clase política clásica, acusada de haberse alejado de las preocupaciones reales y concretas del
pueblo.
Lo grave es que, frente a este
rechazo de la clase dirigente y de las elites por el pueblo, se puede observar
de manera recíproca una forma preocupante de rechazo e inclusive de desprecio
de dichas elites por el pueblo. Al respecto, mi posición de observador exterior
a Colombia tiene el interés de permitirme comparaciones entre lo que pasa en
ese país y lo que ocurre aquí, en Francia.
La política francesa se
caracteriza desde hace unos 15 años por el auge aparentemente irresistible del
Frente Nacional, liderado durante muchos años por Jean-Marie Le Pen, vieja
figura de la extrema derecha francesa, y ahora por su hija Marine Le Pen. A
pesar de sus recientes esfuerzos para "normalizarse", dicho partido
tiene todas las características para suscitar la antipatía de la "gente pensante"
y de las elites intelectuales: xenofobia, racismo mal disimulado, nacionalismo
exacerbado que se manifiesta en su programa proteccionista y su rechazo del
extranjero… Sin embargo, año tras año, va ganando adeptos; ya superó el 20% del
cuerpo electoral, y se está acercando al 30%.
Frente a este auge, la reacción
de las élites políticas e intelectuales es de confundir en su rechazo tanto el
partido mismo, con su ideología nauseabunda, como los ciudadanos que lo apoyan:
un elector del Frente Nacional no puede ser sino un racista, medio fascista,
partidario de las ideas más rancias de la ideología de extrema derecha.
Sin embargo, la realidad es muy
distinta: no, el 30% de los electores franceses que vota por el Frente Nacional
no está constituido por personas que adhieren a las ideas de extrema derecha;
su voto traduce en realidad su amargura frente a los partidos tradicionales,
tanto de la izquierda como de la derecha clásica, por los cuales se sienten
abandonados e incomprendidos: la burguesía que vive confortablemente en los
barrios elegantes, los "burgueses-bohemios" ("bobos") seguros
de su superioridad moral e intelectual, no perciben las dificultades que conoce
este pueblo de "pequeños blancos", muchas veces con un nivel
educativo y cultural bajo, con ingresos declinantes, víctima del desempleo, de
las deslocalizaciones y de la competencia de los países emergentes, y que
además tiene que convivir con una población creciente de inmigrantes frente a
los cuales tienen el sentimiento de perder su identidad. Frente a esta
realidad, la peor de las posiciones que pueden adoptar las élites es la del
desprecio y de la arrogancia: eso no hace sino aumentar la fractura entre estas
dos categorías de la población, y empujar un porcentaje cada vez más importante
de estos "olvidados" de la prosperidad entre los brazos de los
partidos populistas, que les ofrecen soluciones aparentemente sencillas a sus
problemas, y que por lo menos les da la sensación de haber sido oídos y
entendidos.
Me da la impresión que este
fenómeno, presente no solo en Francia sino en numerosos países de Europa (Gran
Bretaña con el Brexit, España con Podemos, Grecia con Syriza, Alemania con la
AfD) y en los Estados Unidos con Trump, se reproduce de manera casi idéntica en
Colombia. Quede impresionado por el discurso dominante durante la campaña
previa al Plebiscito, según el cual solo los enemigos de la paz, los
guerreristas, aliados de la extrema derecha y de los paramilitares, podían
estar en contra de los Acuerdos de La Habana. El debate se redujo en sus
términos más simplistas, de manera muy maniquea: el partido de la paz, o sea el
partido del bien, contra el partido de la guerra, o sea el partido del mal. Y
claro está, toda la inteligentzia, la gente culta, pensante, los intelectuales,
la inmensa mayoría de los medios de comunicación, la casi totalidad de la clase
política con excepción de un solo partido (el Centro Democrático) descalificado
por muchos por sus tendencias autoritarias, se ubicaba del lado del bien. Y ni
hablar de las reacciones desde que se conoce el resultado del plebiscito! Para
los partidarios fuertemente decepcionados del Si (y entiendo perfectamente su decepción),
Colombia se estaba cubriendo de ridículo
frente a la comunidad internacional; muchos expresaban su "vergüenza de
ser colombiano", o sea de pertenecer a esta comunidad en la cual un poco
más del 50% de los ciudadanos se habían atrevido a no seguir en campo del bien
y de la paz.
Lo que me parece grave, es la
ausencia de todo esfuerzo para entender las motivaciones que pudieron llevar
estos ciudadanos a votar por el No, y una condena global de todos estos
ciudadanos. Semejante actitud no puede tener otro resultado que aumentar aún
más la profunda división de la comunidad colombiana, y la radicalización hacia
los extremos. Solo un dialogo civilizado, que comienza por el abandono del
discurso de descalificación de los que no piensan como nosotros, puede permitir
entender las motivaciones de los que no piensan como nosotros, y emprender un
proceso de acercamiento de los puntos de vista.
Lo mismo que los 30% de franceses
que votan por el Frente Nacional no son unos fascistas y racistas, lo mismo los
50% y un poco más de colombiano que rechazaron los acuerdos de La Habana no son
unos enemigos de la paz; como ciudadanos, merecen el respeto de los demás
colombianos; con su voto, han querido expresar algo que se debe tomar en
consideración: sus temores, su amargura frente a la impunidad de los
responsables de las FARC, su arrogancia y su falta de contrición; quizás simplemente
su rechazo del gobierno actual y de la clase política dominante.
Quizás el voto del domingo pasado
es la oportunidad para que la mitad de los colombianos entable un dialogo con
la otra mitad, se esfuerce por entender sus temores en lugar de descalificarlos
de antemano, de manera a llegar a un verdadero CONSENSO de la comunidad
nacional sobre lo que es aceptable y lo que no lo es en materia de acuerdos de
paz. Mientras los colombianos sigan tan profundamente divididos y no acepten
dialogar entre ellos, cualquier acuerdo de paz está condenado al fracaso.